Vampiros en Baudelaire: recordando al poeta

Charles Baudelaire, fotografía por Étienne Carjat (alrededor de 1862). Fuente: https://bit.ly/3mAZHeY

Un 9 de abril de 1821 nació en París el que fue el poeta simbolista por excelencia, Charles Baudelaire. Recordamos en el presente año pandémico, 200 años de su presencia en la cultura y en el mundo de las letras. Su aporte a la poesía es notable en tanto dio un giro a lo que se hacía en su país y en la Europa de su tiempo: propone con su obra una mirada distinta de la época, de la cotidianidad parisiense que está cambiando y donde los contrastes con la modernidad en formación se dan entre la burguesía que ya se ve pensando el disfrute de su proyecto en el futuro, en tanto otros sectores sociales intentan recoger las sobras de lo moderno que se empiezan a dilapidar entre los edificios y las calles nuevas.

Walter Benjamin ha dedicado una atención especial precisamente a la obra de Baudelaire y el impacto de su mirada respecto a la época en metamorfosis, mirada que cartografía entre versos y prosas que escribe y publica, reflejando el mundo nuevo, el tiempo que se va organizando al ritmo de la revolución industrial. Tal ejercicio cartografiador a veces es censurado, otras repudiado y otras admirado. Es que Baudelaire fue un poeta, un intelectual que no estaba conforme con lo que veía y vivía, pero al mismo tiempo que era alguien que estaba siendo atrapado por esas imágenes y ese ritmo trepidante que empezaba a sentirse en Francia y en la misma Europa. En cierto sentido, es que gracias a Baudelaire el término flâneur, es decir, el paseante, tiene un sentido singular en tanto él encarna el caminante que se escabulle entre los bulevares y los escaparates de las tiendas, los cuales florecían mostrando los productos de esa modernidad tentadora parisiense. En efecto, Benjamin ha escrito en “Baudelaire o las calles de París” (1935), un texto que era parte de un volumen inacabado, Libro de los pasajes lo siguiente –en la edición de la editorial Eterna Cadencia, El París de Baudelaire (2012), traducida por Mariana Dimópulos:

“El genio de Baudelaire, que se nutre de la melancolía, es alegórico. Con Baudelaire, París se convierte por primera vez en objeto de la poesía lírica. Esta poesía no es arte regionalista, sino más bien la mirada del alegórico que se encuentra con la ciudad, la mirada del alienado. Es la mirada del flâneur, cuya forma de vida todavía baña la futura y desconsolada vida del hombre de la gran ciudad con una pátina de reconciliación. El flâneur está todavía en el umbral tanto de la gran ciudad como de la clase burguesa. Ninguna de las dos lo ha sometido aún. En ninguna de las dos está el flâneur en casa, sino que busca su asilo en la multitud. En Engels y Poe hallamos unas primeras contribuciones sobre la fisionomía de la multitud, que es el velo a través del cual la ciudad habitada se le aparece al flâneur como fantasmagoría. Allí, la ciudad es a veces paisaje, a veces habitación. Ambas cosas serán construidas por el centro comercial, que se aprovechará de la flänerie para la venta de mercancías. El centro comercial es la última comarca del flâneur”.

Baudelaire subrayó en Las flores del mal (1857) –ver la edición contemporánea de Cátedra de 2017– frente a los cambios que experimentaba, que “todo se me vuelve alegórico” –este verso forma parte del poema “El cisne”–. Tal como plantea Benjamin su poesía, gracias a esta mirada del alienado, del alegórico, del flâneur, muestra los linderos de la ciudad dentro de la misma ciudad, donde hay individuos, figuras que aún no fueron subsumidas por el atosigante ritmo de lo nuevo, del progresismo imperante.

El flâneur Baudelaire entonces entra a la ciudad cambiante, pero va oteando además los recovecos aún no transformados, contacta con esos seres que parecen poblar los infiernos de un mundo alterno y fantástico. Entre ellos está el vampiro, o mejor dicho la mujer vampiro.

A diferencia de una cierta tradición que se está consolidando y escribiendo en Europa respecto a la figura del vampiro, tradición que va poblando las páginas de cierta literatura gótica o de terror, bajo la sombra del romanticismo, Baudelaire reconoce la presencia de las vampiras o vampiresas entre esos recovecos de los edificios republicanos, por fuera de los tinglados que entrecruzan las nuevas construcciones que ocupan el lugar de lo que antes eran casas de piedra y de barro, o de tugurios concurridos por distintos pobladores.

Portadilla interior de “Las flores del mal” de Charles Baudelaire” (1857), con anotaciones del autor. Fuente: https://bit.ly/39YFIBM

Entre los lugares que frecuenta Baudelaire descubre que coexisten los prostíbulos, los bares, ciertas casonas que se resisten al embate que se presiente. Y dentro de esos emplazamientos, como seres demoníacos, acaso queridos o deseados, están los vampiros. En Las flores del mal hay dos poemas dedicados a estos seres de la noche o, mejor dicho, a las mujeres del submundo de lo moderno que seducen y encandilan a Baudelaire. Recordemos que este libro era un volumen de poesía acerca de la vida urbana, una especie de analogía del vivir burgués frente al vivir abrazando la disipación y la pasión. Se conoce que Baudelaire redactó una dedicatoria a Théophile Gautier para presentar a su libro, aunque luego quedó solo como un borrador, reduciendo tal dedicatoria a una frase más corta: “…Le dedico estas flores enfermizas”. Pero en realidad él trazaba en dicho texto la idea de que Las flores del mal traducía el propósito de que en la poesía no existía ni el bien ni el mal; estos estaban suspendidos. Y manifestaba que el libro era una especie de “diccionario de la melancolía y del crimen” que evidentemente provocaría y pondría en entredicho a la moral burguesa. Cuando se publicó y circuló, en efecto, el libro fue censurado y su autor obligado a retirar ciertos poemas que se consideraron ofensivos, censura que se suspendió recién hacia la década de 1940. Lo que inspiró a Baudelaire era ese submundo más atrayente, más dinámico, más inquietante y que contrastaba con el mundo moderno edificado y que parecía mostrar un París futurista. Si Gautier era a quien dedicaba, en los poemas, desde el inicio, Satán era la voz y la figura que prevalecía y que inspiraba “nuestro hechizado espíritu”, tanto en la escritura de los poemas cuanto, en develar el otro lado de ese mundo distinto, ese que sin duda tendría una riqueza singular. Por lo tanto, el paseo por la ciudad o, mejor dicho, en el vagabundear por la urbe sus sinuosidades, y tratando de encontrar esos seres que parecen se van olvidando, el espíritu impulsado por Satán le permite a Baudelaire ir al encuentro del conocimiento del mal que se quiere obviar. Las flores del mal, en este contexto, no es más que un texto que también evoca la necesidad de adentrarse a las drogas y con ellas ir a lo trascendente.

El vampiro, en este contexto, es una figura mítica y que con la modernidad en Baudelaire adquiere también un sentido distinto. El vampiro en sentido clásico era ya un personaje presente en el imaginario colectivo y acaso en la vida misma de muchos pueblos europeos: era la representación de lo maligno y acaso la expresión misma de los infiernos. La literatura romántica en el siglo XIX lo puso en evidencia aún cuando ya era tema de alusiones en libros religiosos o sagrados en referencia con el demonio, sin descontar las historias orales que desde tiempos remotos eran alimentadas con nuevas fantasías. Hay una serie de textos literarios que hicieron temblar a los lectores en las noches iluminadas por las velas en los salones o las habitaciones. Tal el caso, grosso modo, de El vampiro (1819) de John William Polidori o, más tarde, Carmilla (1872) de Sheridan Le Fanu y el célebre Drácula (1897) de Bram Stoker.

Baudelaire, sin que necesariamente esté pensando en contribuir a la formación de la tradición moderna del vampiro, lo alude en forma de mujer. Los dos poemas de Las flores del mal que, en efecto, se relaciona con este ser son: “El vampiro” y “La metamorfosis del vampiro”, este último censurado y obligado a no ser publicado en las siguientes ediciones de Las flores del mal.

Dibujo de Jeanne Duval con anotaciones de Auguste Poulet-Malassis y Charles Baudelaire. Fuente: https://bit.ly/2PJ6tn3

Respecto a “El vampiro” la imagen inmediata es la de una mujer seductora, difícil de poder evadirla, deseable para llenarse de su espíritu y librarse a su encanto. Tras las líneas de este poema –como otros de Las flores del mal– está la presencia de Jeanne Duval, la prostituta y amante que Baudelaire no dejó de frecuentar y reducirse a sus encantos.

La mujer como vampiro tiene el sentido de lo amatorio y lo pasional. Escribe Baudelaire: “Tú que, como una puñalada, / en mi pecho doliente entraste, / y cual rebaño de demonios / viniste loca, engalanada”. En estos versos, el poeta transforma la mordida con el ser mismo que, como puñal, penetra y consuela –el “pecho doliente”–; y lo hace, según leemos, “el rebaño de demonios”, con una alegría desbordante, sin precedentes, alocada; la finalidad: la posesión amatoria.

Tal posesión implica la reducción y la aceptación gozosa de la reducción y el sometimiento a la que el poeta se complace de elogiar: “…para de mi alma sometida / hacer de tu lecho y tu dominio”. Y más adelante dice que sabe que juega, que se emborracha acaso con los besos o las caricias mientras esa vampiresa le encadena y le hace vencerse. Pronto leemos: “Yo supliqué a la espada rápida / para ganar mi libertad / y dije al pérfido veneno / que ayudara en mi cobardía”. Es que el amar no es simple juego, es un compromiso mismo con la perdición. La mujer vampiro juega, envuelve, retoza, hace desear incluso la misma muerte –en el sentido de lo liminal–; el seducido, el engarzado, quisiera respirar, quisiera liberarse, pero la misma espada liberadora y el mismo veneno, que es a la vez el mal, le dice: “No eres digno de redimirte / de tu maldita esclavitud”. Se es esclavo del amor, se es esclavo de la pasión por una mujer, se es esclavo del destino. Si es que se invirtiese el proceso, vía alguna flor del mal, “tus besos resucitarían / el cadáver de tu vampiro”. En otras palabras, es más gozoso el ser seducido, el ser atrapado por la mordida del vampiro que ser uno mismo eso. Lo contrario, se intuye sería el spleen, el tedio.

El otro poema, se señaló, es “La metamorfosis del vampiro”. Se dice en la edición de Las flores del mal de Cátedra (2017) que este poema se conecta con Albertus (1832) de Gautier, una historia que relaciona el deseo de poseer a una mujer para lo cual el deseante pide al demonio le ayude en su cometido no sin antes renunciar al alma. En el caso de Baudelaire, el espíritu demoníaco se hace presente, se mimetiza con el cuerpo de una mujer –siempre pensemos a la Duval, eterna musa del poeta–, que, tras una noche de desenfreno, a la par se presenta como un cuerpo otro, un cuerpo acaso terrorífico. Porque, una cosa es la seducción encandiladora y otra el tedio que pronto inunda la atmósfera cuando se ha consumado el acto amatorio. La mujer vampiro seduce y luego hace que nos abandonemos.

En este poema el narrador evoca su presencia reducida, su presencia capturada por la portentosa mujer y pronto su terror ante ella cuando la mira de otra manera. La otra voz es la de misma vampiresa. Leamos lo que dice de ella, esta vampira:

—“Húmedo el labio tengo, y domino la ciencia / de perder en un lecho la conciencia remota. / En mis senos triunfantes seco todos los llantos, / y hago al viejo reír con la risa de un niño. / ¡Reemplazo, para quien me contempla desnuda, / a la luna y al sol, al cielo y a las estrellas! / Soy, mi querido sabio, tan docta en los deleites, / cuando sofoco a un hombre en mis brazos temidos, / o cuando a los mordiscos abandono mis pechos, / tímidos, libertinos, delicados, robustos, / que sobre estos colchones, de emoción desmayados / impotentes los ángeles ¡por mí se perderían!”

Es una mujer cuya potencia no es solo el cuerpo que reemplaza a los astros, sino también porque posee la misma “ciencia” del arte amatorio. Y se lo dice a un sabio, a un culto, a un letrado. No valen las palabras más doctas, sino las mismas sinuosidades, la misma textura, el olor, el calor de la piel: la ciencia del arte amatorio es sensibilidad. Y si para el mundo moralista eso es demoníaco, es porque –y Baudelaire lo resalta como un homenaje excelso– tal mundo racionalista teme a lo sensible, a los senos que transforman los llantos en amamantamiento, en risas de niño, en deseos libertinos. Ese cuerpo, esos senos hacen caer hasta al propio ángel. El acto amatorio es un acto vampírico. Una primera dimensión de lo fantástico en este poema de Baudelaire es hacernos reconocer que una cosa es el ropaje burgués con el que se cubren los pudores y las vergüenzas, y otra la piel sensible, el no-ropaje del deseo. La imagen clásica del mordido por el vampiro es que este muerde el cuello o la piel de quien los ha descubierto, los ha expuesto para que el acto sea un acto completo.

Y frente a ese vampiro amoroso, está el otro, está Baudelaire. Ve a ese vampiro que tiene “boca de fresa”, siente que se retuerce como “una serpiente al fuego”, además que sus palabras están “impregnadas de almizcle”. Él se deja morder; permite a la vampira que le sorba hasta la médula de los huesos –interesante, por otro lado, esta imagen cuasi canibalesca a modo de metáfora–; y cuando está a punto de corresponder, le viene la transformación: ella tiene “viscosos costados purulentos”. El acto amatorio vampírico nos hace reconocer la misma potencia desnuda. Y si alguien escapara de ello, es porque la estaría viendo con horror. Baudelaire juega con la significancia: no importa si vemos tras el acto amatorio a la mujer amada o al demonio mismo; lo que interesa es darnos cuenta de que son ellas, las mujeres, sean maniquí, sean esqueletos, sean fuerza incontenible, que a la par han hecho de nosotros el acto de “remesa de sangre”, que ellas son la potencia misma, las que dirigen los destinos de los hombres.

Con estos dos poemas, con Las flores del mal Baudelaire nos pone en un emplazamiento de lo fantástico: nos hace inquietar sobre el acto amatorio, nos hace ver un mal feliz que le trasunta. Si es que hay que explicar el mundo del amor, por efecto de las flores del mal y los licores, diremos que es el gozo extremo. (Iván Rodrigo Mendizábal)

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