“La última pared roja”: a la búsqueda de seres mutantes

Portada de la novela ecuatoriana "La última pared roja" (2008) de Pedro Artieda Santacruz
Portada de la novela ecuatoriana “La última pared roja” (2008) de Pedro Artieda Santacruz

La última pared roja (2008, Eskeletra) de Pedro Artieda Santacruz es una propuesta literaria que mezcla el imaginario futurista y la sicología. Se trata de una novela ecuatoriana que hasta el presente ya tiene algunas ediciones, dada su ágil lectura y una temática sugerente, por lo menos para los lectores de ciencia ficción: el deterioro medioambiental en un futuro próximo, que lleva a que los seres humanos hayan trasladado la ciudad por debajo del suelo, con consecuencias en la calidad de vida, hecho que lleva a que existan mutaciones.

En este marco, la novela está llena de elementos que la colocan dentro de las novelas anticipatorias de la literatura ecuatoriana, digna de comentar.

Tiene tres planos entre los cuales hay un entrecruzamiento constante, mostrando que el autor domina la construcción de una atmósfera única, sobrecargada de un aire opresivo y una tensión digna de un thriller sicológico. De este modo, lo que le interesa es explorar el estado de ánimo, el modo de sentir de los personajes como respuesta a esa atmósfera sobrecargada de toxicidad.

Un plano tiene que ver con un joven estudiante de medicina, quien hace labores de investigación en un laboratorio químico, obsesionado por obtener la sangre de uno de los primeros y pocos mutantes, consecuencia este de los drásticos cambios atmosféricos que viviese la Tierra. Al principio este personaje, Felipe, es un curioso de la sangre y, tal como lo estructura Artieda Santacruz, pareciera tener una especie de desviación que le hace obsesivo con el rojo. Se trata de un ser solitario, quien pinta con trazos de sangre una pared, como si quisiese pintar la historia de la humanidad con su propia sangre, una que se ha vuelto inútil para la existencia de la vida.

La ciudad donde se desarrolla la trama se llama Megalópolis y es subterránea. Los edificios más bien están construidos hacia adentro de la Tierra y todo el sistema de vida se da entre los opresivos túneles simétricos y calles subterráneas que la humanidad ha construido, tras una guerra nuclear que devastara la Tierra y, con ello, la vida misma. Aunque no se ha descartado la salida al exterior, donde también hay una especie de vida expuesta a sufrir los embates de una atmósfera tóxica, la vida de Felipe es la de un observador que, entre su vida universitaria y la del laboratorio, percibe cómo la gente vive ese mundo casi sin sentido. Por lo tanto, las muestras de sangre que obtiene para su pared son de cadáveres que llegan a un centro policial criminalístico, a los cuales se les analiza el tipo de sangre y los posibles órganos que pueden aún ser útiles. Cuando descubre la existencia de un ADN distinto en la sangre de una persona quien llega al laboratorio, en la creencia que se ha infectado de la toxicidad de la atmósfera, Felipe desencadena su obsesión, porque de lo que se trata es de obtener la sangre de ese mutante, no tanto como signo de esperanza para la humanidad, sino como elemento fundamental para hacer una perversa obra de arte en la pared, sin descartar el hecho de que le servirá para su transformación.

El otro plano está dado por el mutante, en este caso, una mujer. Esta, al igual que los seres que pueblan la novela, es otra solitaria que se dedica al ballet y la representación escénica, además de la publicidad. Cuando Felipe descubre que esta mujer es la portadora de esa sangre especial, inmediatamente nos introducimos en la vida de este personaje. De este modo, nos damos cuenta que pareciera un ser frágil, un ser que es expuesto a la mirada del laboratorio, si se piensa que este es, a modo de símbolo, el emplazamiento de un régimen que controla la parte sensible. Si Felipe es la parte del observador racional, la mujer, Soledad Puertas, es la dimensión de lo sensible-expresiva. Entonces, es en este plano que se desata ese proceso del cazador que acecha a la víctima, del macho que pretende someter a la hembra. Pero nos encontramos que, entre ambos personajes, entre ambos planos, hay una cuestión irresuelta: pues ambos desean algo más y su modo de expresión –o de sublimación– será el arte. Lo interesante es que esa última pared roja, de la que es dueño Felipe, a su vez es un acto de liberación de sí mismo, un acto de sacar la parte sensible negada, trazando otra historia, paralela, con base en la sangre del cadáver social de la que él forma parte. Por su parte, Soledad, se muestra, a su vez, sensual, seductora, cuando está sola y sabe que está siendo observada. Es como un acto de entrega mediante un proceso que involucra la música y la danza, momento en el que Felipe pretende consumar el crimen –acá se puede encontrar una especie de versión invertida del Fantasma de la ópera (1911), novela gótica de Gastón Leroux–. Ella pretendería revertir esa soledad a partir de una entrega incondicional que, en la novela se quiere plasmar a partir de la idea de la sangre, de la “donación” de la sangre mediante la muerte.

Se puede pensar que La última pared roja contrapone el estado de “juventud” de Felipe que se piensa en crisis –soledad, obsesión, autoflagelación…– con la de Soledad que se quiere liberar precisamente de su carga –la mutación–, que la hace un ser extraño. La paradoja está en el mismo nombre del personaje: Soledad Puertas, ícono de consumo en la publicidad y artista anónima en la danza; ella se brinda como puerta, como acceso a otro universo. Artieda Santacruz, propone pensar la idea del fantasma, del alma, en contraste con la fantasía, con la imaginación de esa alma. Incluso la idea del fantasma, en un mundo futurista como el representado en la novela, se aparece como la metáfora de una forma humana que ha dejado de ser, la cual se añora, la cual comienza a perderse en la memoria, el mundo anterior, el mundo de la Tierra vital, todavía estable, o algo que empieza a transformarse en una especie de recuerdo. Felipe pretende encontrar, tras su periplo, una salida a su vacío existencial, persiguiendo una imagen que a la vez pretende desvanecerse porque el mundo actual se ha tornado oscuro.

El escritor de "La última pared roja", Pedro Artieda Santacruz.
El escritor de “La última pared roja”, Pedro Artieda Santacruz.

Pero he aquí que hay un tercer plano. Es el de un anciano, quien vive los últimos estertores de su vida. El relato del anciano constituye un plano peculiar. Es la exposición de otro modo de vida, retenido en el tiempo. Este ser es lo que queda de esa vieja humanidad –la posible añorada–; tiene prótesis –podría ser un sobreviviente de la guerra–, quien necesita de la sangre de ese otro ser. Aunque Artieda Santacruz nos hace detener la atención en las acciones del joven médico quien quiere cazar a su presa, la mujer, la portadora de esa sangre mutante, de hecho, es este anciano –quien además narra en primera persona el desarrollo de la novela– es el factor ineludible de toda la trama, pues opera como un demiurgo y como un ser onmisciente de quien dependen, si se quiere decir así, la vida de los demás. Pues bien, este está recluido en un departamento provisto de tecnologías que le permiten ver todo, del mismo modo que tiene vista directa al departamento de quien lleva la sangre mutante. Artieda Santacruz juega con el lector haciéndole creer que quien observa es Felipe, pero pronto caemos en cuenta que hay otro ojo, el ojo del tiempo, el ojo del destino, quien está detrás de todo.

Lo interesante en la novela es cómo nos acercamos a este viejo: también otro ser solitario, servido por un conserje quien le va dando los elementos para su supervivencia. Y he aquí una cierta maestría en narrar, pues Artieda Santacruz esconde la segunda trama a través de este personaje.

Ricardo Piglia en su “Tesis sobre el cuento” (Formas breves, DeBolsillo, 2014) nos advierte que “un cuento siempre cuenta dos historias”, donde uno es el más evidente, mientras el otro está como si estuviera escondido o cifrado. Un hábil narrador hace aparecer como si fuera la historia “real” la del primer plano, pero se encarga de dilatar la otra historia, la extraña, dentro de su relato. En la novela de Artieda Santacruz, esta tesis se puede aplicar –es decir, pasando por alto que Piglia habla del cuento propiamente dicho–, porque, como he afirmado, si hay tres planos, dos de ellos, los más evidentes esconden a la historia tercera que en realidad es la más importante. Si bien las historias pueden ser contrapuestas, antagónicas, al modo de Piglia, sus goznes, sus cruzamientos implican lo que dice él, “el fundamento de la construcción”.

En La última pared roja eso que he llamado el tercer plano, el del anciano, en realidad entreteje las otras dos tramas, la de Felipe y de Soledad. La del anciano es una historia también de una soledad extrema, de un encerramiento. Expresa angustia del mismo modo que sensación de acabamiento. Este es un observador y mejor cazador, pues, a sus manos mecánicas, necesita otras manos más jóvenes y una sangre que le permitiese ampliar artificialmente su vida. Es una especie de vampiro posmoderno, uno que espera mejor a que el cazador le entregue a la víctima y luego hacer festín con ellos.

Si el anciano es la seña de una sociedad que pervive sobre sus escombros, es, a la vez, la metáfora de un mundo que ha abandonado los referentes que le fundaban. Pensemos que tanto Felipe como Soledad son las expresiones desesperadas de quienes no tienen anclaje, por lo cual, uno quiere escapar y la otra liberarse, el anciano es el anclaje que se representa como un fantasma a quien no se le ve y se le ignora. Es la imagen del Padre, el padre perdido en la historia a quien esta se ha encargado de borrarle de la memoria de los tiempos. ¿Cuál es la puerta de escape? Es hacia una nada existencial, mientras la del anciano es una especie de búsqueda de cualquier elemento que le permita reencontrarse con la humanidad perdida. En este sentido, la novela tiene algo de gótico; tiene un aire de neoromanticismo filosófico.

Se constata la novela es rica en contenido. Se trata de una novela de ciencia ficción sicológica que usa la estrategia del thriller, de la intriga. Sus capítulos, cortos –incluso algunos extremadamente cortos– juegan a ser una especie de espejo fragmentado, como la representación de un Yo escindido, de un Yo quebrantado, difícil de reconstituir. Artieda Santacruz pareciera cumplir con esa premisa que Piglia plantea en otro de sus ensayos, “Nuevas tesis sobre el cuento”, también contenido en Formas breves: “el arte de narrar se funda en la lectura equivocada de los signos”, donde los signos están dados por los intersticios de ese espejo del mundo roto. De este modo, “el …narrar [sería] el arte de la percepción errada y de la distorsión”. El espejo del mundo futurista de Megalópolis sería de distorsiones, reflejando el estado sicológico escindido de sus personajes.

Pedro Artieda Santacruz es un novelista y un ensayista al que vale la pena leer. Aunque ha explorado otros géneros, La última pared roja es su única incursión en la ciencia ficción.

 

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