A propósito de la novela: “La sociedad de los improductivos”

Portada de la novela "Los Improductivos" de C. Londoño Proaño
Portada de la novela “Los Improductivos” de C. Londoño Proaño

Cristián Londoño Proaño nos desafía con la lectura de una nueva novela, la segunda de su carrera como escritor, intitulada Los improductivos (2014). Publicada por la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, trae el auspicioso sello de esta emérita institución, inscribiéndose en un género poco cultivado en Ecuador: la ciencia ficción.

Que se recuerde, dentro de los títulos de esta institución, en el marco de la ciencia ficción, se pueden citar muy pocos: No bastan los átomos (1955) de Demetrio Aguilera Malta, Zarkistán (1979) de Juan Viteri Durand, Begonias en el campo de Marte (2005) de Jorge Valentín Miño; incluso se promete para este año Identidad (2014) de éste último. A su vez sabemos que en la Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo del Guayas, publicó uno de los precursores de la ciencia ficción contemporánea, Carlos Béjar Portilla, títulos como Simón el mago (1970), Osa mayor (1970) y Samballah (1971). Cabe investigar si los otros núcleos abrieron alguna posibilidad a los escritores de este género.

Los improductivos si bien es una novela de ciencia ficción, su título alude a un factor presente en el capitalismo, actualizado en la globalización: la productividad.

Cabe indicar que la novela demuestra la capacidad narrativa del autor quien usa una prosa amena, nada recargada, nada retórica, la cual nos lleva, desde la primera página, a seguir las peripecias del Operador 220, un trabajador que apuesta y hace transacciones económicas, sin conciencia de la naturaleza de su labor, hasta caer en cuenta que forma parte de un modelo de sociedad altamente deshumanizado.

Es así que nos hallamos dentro de una trama que puede leerse de ciertos modos. Uno es el lineal desde que inicia la novela hasta su finalización. Este modo lineal nos muestra un mundo altamente competitivo donde la máxima “el hombre es lobo del hombre” se cumple. Para ganar puntos, para lograr ascensos, para lograr reconocimiento, para terminar siendo “exitoso” y gerentar tipos de sociedades, los llamados “Operadores” hacen lo imposible. El objetivo es llegar a ser no solo un alto ejecutivo, sino el mismo Presidente: el Hacedor Robert Zach. Pero para llegar a ser el Hacedor, digamos, “supremo”, hay que competir, es decir, hay que ser parte de la “revolución productiva”.

Entonces la revolución productiva es uno de los hechos que delimita y constituye a la sociedad del siglo XXII, sociedad de la que forma parte entusiastamente el individuo 220. Esta sociedad está compuesta por operadores y por hacedores; es decir, por operadores de una economía basada en la especulación y hacedores del orden establecido y mantenedores del mismo bajo un férreo dogma. El régimen económico es como el de la bolsa de valores. De acuerdo a la novela este régimen es corporativo cuya dominancia empezó en el presente siglo donde termina fracasando la democracia. El autor no explica la naturaleza de ese fracaso, pero señala que la derrota de la democracia abrió paso al gobierno corporativo de supuestos nuevos líderes con una “clara visión del futuro y de la necesidad de un nuevo orden mundial” (p. 26).

¿Qué es lo que está esbozando Londoño Proaño con estas imágenes? Sabemos que una de las características de la ciencia ficción es la extrapolación. Estamos ante una metatopía, de acuerdo a Umberto Eco en “Los mundos de la ciencia ficción” (2000). Es decir, lo que el autor hace es proyectar una preocupación actual a un mundo futuro, tratando de ampliar los problemas que giran en torno a la globalización, como tendencias que podrían marcar la vida futura. La extrapolación, por lo tanto, es una especie de conjetura en sentido de qué pasaría si en el futuro este tipo de sociedad –que vivimos hoy–, altamente competitivo, con eslóganes que impelen perseguir el éxito, no solo termina deshumanizando, sino que acaba con la existencia humana.

Pues bien, el meollo que está en el centro de Los improductivos es eso: un tipo de sociedad basado en la regeneración y explotación del valor. En este punto la novela evidencia que en el presente-futuro se ha pasado de la hegemonía del dinero, de la moneda, en su valor de uso y de cambio, al modo que Karl Marx lo había discutido en El Capital, al de la hegemonía del valor sin moneda, postulado postmoderno de la economía global. Sin embargo, no desaparece la cosificación donde el trabajo, que era objeto de producción de capital, en las nuevas relaciones laborales de la globalización supone más bien que produce valor que se sustancia en intangibles como los valores sostenidos en el ejercicio de algún tipo de poder social. La productividad, en la lectura de Londoño Proaño, vendría a ser, por lo tanto, la escalada social hasta llegar a ser un “hacedor”.

Pues bien, el asunto se complica más cuando estamos hablando de “hacedores”; es decir, se complejiza en el punto que todos quienes están en el sistema social como engranajes, como “operadores”, compiten para llegar a ser el “Hacedor Robert Zach”. En este sentido, en una de las páginas de Los improductivos se lee: “No hay diferencias de ninguna naturaleza, ni raciales, ni económicas, ni políticas, ni étnicas, todos somos iguales. Cada uno de los seres productivos responden a sí mismos. Si eres productivo puedes llegar a ser un verdadero Hacedor. Todos competimos en las mismas condiciones” (p. 27).

El modelo de sociedad es, de acuerdo a esta premisa, igualitaria. Quizá habría que decir que este modelo es más bien colectivista en sentido de un tipo de sociedad donde el individuo, ese que responde a sí mismo, se mueve en función de lo que el colectivo estaría deseando. ¿Y qué es ese deseo? El de la rápida obtención de valor para disfrute también inmediato. Entonces la cosificación a la que me refiero es que el individuo es un sujeto que produce y hace producir; asimismo sus órganos sirven para la producción de otros órganos y cuerpos, donde estos mismos cuerpos son piezas intercambiables o reemplazables y, si son improductivos, es decir, si ya no son de beneficio para la maquinaria generadora de valor financiero, son sujetos de experimentación.

Fredric Jameson en Representar El Capital (2013) sostiene que el capitalismo tiene la capacidad de reproducirse a sí mismo no obstante las circunstancias adversas que pueda generar o de las que puede sacar partido (p. 87). Esta imagen es pertinente en Los improductivos porque el problema que toca es que detrás del modelo socioeconómico que sustenta la sociedad productiva, con ese esquema de piezas intercambiables, con cuerpos-cosas que pueden ser sujetos de experimentación o modificación, está el paradigma de la genética con el que se gobierna. Gracias a la experimentación y manipulación genética la existencia de la sociedad productiva se basaría en la recreación constante de cuerpos humanos, en su duplicación, hasta el punto de crear fuerza de trabajo cosificada a la que además se le educa para convertirse ilusoriamente en un hacedor, es decir, en un creador de orden social, ilusión, por otro lado, falaz porque en el momento en que esto puede llegar a darse, pronto todo gerente es transferido al campo de la improductividad dado que no puede generar vida. Jameson señala, en efecto, que la improductividad, como categoría, es contemporánea, porque señala el límite de una relación y al mismo tiempo al cajón de los desechos sociales (p. 81). Pero estos desechos sociales permiten al capitalismo global reproducirse y pervivir, porque a estos es que se les saca el máximo de su fuerza ya casi desgastada para generar productos nuevos. Piénsese, por ejemplo, en las fábricas de ropa transnacional empleando a trabajadores a razón de salarios degradantes.

Jameson, cuando lee a Marx señala que la creación de crisis es la constante del capitalismo; precisamente este proceso permite la autogeneración del capitalismo como tal. Si en el capitalismo clásico, de acuerdo a Jameson, “la clase obrera no solo es reproducida, sino que en primer lugar es producida” (p. 84), en el capitalismo corporativista, colectivista de Londoño Proaño, este proceso tiene mayor connotación cuando la fórmula se pone de otro modo: la clase ejecutiva, la clase gerencial, no solo es reproducida mediante manipulación genética –porque esta es necesaria para el mantenimiento del corporativismo global, del orden económico que beneficia a una secta–, sino que en primera instancia se la produce haciéndola aparecer como operadora de ese sistema, es decir, como clase obrera que aspiraría a ser dirigente en algún momento… si tiene suerte, claro está. Para ello cualquier operador debe considerarse una especie de guerrero fratricida. Es así que en un momento el Operador 220 se dice a sí mismo: “–No te sirve competir sino ganas (…). Tu vecino puede ser tu mayor enemigo… Ser lo primero es lo importante (…)” (p. 10).

Ahora bien, Los improductivos si bien toma como base esta discusión acerca de la naturaleza económica de la globalización o del mundo del empresariado “exitoso” contemporáneo y futurista, es para señalar otro problema más importante y que se relaciona con otro rasgo de la ciencia ficción.

Así entramos en el segundo modo de leer a la novela, tomando en cuenta más bien su aspecto discursivo que se da en los capítulos intermedios relacionados con la tecnología.

Es el modelo sociotecnológico el que está en discusión en esta parte, un modelo que, mencionaba líneas atrás, atañe con lo esencial del gobierno: la genética y lo humano.

Está claro, de acuerdo a esta lectura, que en la sociedad productiva hay una completa suspensión de las relaciones humanas, de la sensorialidad, de la comunicación. Los seres humanos, en la novela de Londoño Proaño, son cosas, son especies de robots pero no mecánicos ni electrónicos y que mantienen ciertos rasgos animales connaturales a su naturaleza (p. 20). En los laboratorios se crean humanos a medida y siempre están interviniendo en el ADN. Así la policía, cuando hace pesquisas va directamente al código genético para ver las anomalías y desde allá criminalizar (p. 37). El valor de la palabra, de la comunicabilidad, por lo tanto, se pierde, aunque en las relaciones formales se siga manteniendo el lenguaje hablado y corporal. Por otro lado, para que el cuerpo social siga activo, para que los operadores sigan creando valor ilusorio, la sociedad produce y distribuye una especie de droga de acceso abierto de nombre Boxín, el “Néctar de la producción” (p. 32). Éste “favorece la regeneración de las células y hace que los consumidores puedan elevar su productividad” (p. 39).

Pero en esta sociedad que parece perfecta, de acuerdo a la novela, hay una falla y ese es el asunto de la segunda parte. Esta falla tiene que ver con la pregunta por la tecnología. Humberto Maturana en El sentido de lo humano (2010) denomina a la ciencia ficción como la literatura que plantea “un mundo humano que surge de la extrapolación de un presente tecnológico como si se tratase solo de las consecuencias del devenir histórico” (p. 89). ¿Qué es lo que está en esta formulación? Que la manipulación genética ya no es cosa de la ficción aunque al referirnos a ella pareciera que estuviéramos hablando de un futuro lejano. Lo que importa darse cuenta de esta discusión es su actualidad y la posibilidad de futuro, es decir, su posibilidad de abrir interrogantes como si estuviéramos viviendo en tiempos posteriores. Anticiparse es un factor inherente a la ciencia ficción: cuando Maturana dice que se extrapola un problema, como si fuera el resultado de un devenir histórico, además está indicando que este problema va a seguir dando qué hablar.

De hecho la cuestión de la genética es un tema álgido hoy, más aún cuando prevalece la amenaza de la expropiación de un componente connatural que define al ser humano: su código genético. Tal amenaza nace del actuar de la industria biogenética y bioquímica para la recreación del ser humano, de un aparente ser “humano perfecto” y que ha estado como telón de fondo en toda la cuestión del desarrollo de las llamadas ciencias de la vida. Solo pensemos en el funcionamiento de la actual industria farmacéutica y la puesta en mercado de miles de componentes químicos que, con la pretensión de elevar la calidad de vida de la población, introduce elementos que paradójicamente implican el sometimiento de esta: la reproducción de valor, bajo esta fórmula, conlleva la creación de nuevos sectores de servicios y, por lo tanto, una constante reactivación de la economía, siendo esta una forma de control. En definitiva, se advierte, de la lectura de la trama de Los improductivos, una crítica no solo al modelo corporativista del emprendedor exitoso lobo del hombre, sino también del modelo de consumo de sus servicios y productos, sobre todo en el área de la biogenética. Un ejercicio de esta naturaleza en la ciencia ficción tiene dos novelas interesantes antaño: Los mercaderes del espacio (1953) de Frederik Pohl y Cyril M. Kornbluth y Simulacra (1964) de Philip K. Dick.

La pregunta por la tecnología, entonces, implica pensar en el clon, es decir en la clonación. En una parte de la novela el autor nos hace oír las palabras del Hacedor Zach, quien, luego de explicar la génesis y el funcionamiento de la sociedad productiva, señala que: “(…) los hombres y las mujeres se habían desviado de su verdadera naturaleza: el trabajo. Se dedicaron a corromper a la especie, en lugar de perfeccionarla. Pensemos en un mundo libre de defectos humanos, produciendo a favor de todos en una atmósfera de paz y armonía, administrando el tiempo adecuadamente. Esto no es una utopía (…)” (p. 27).

Según esta argumentación la clonación vendría a ser el resultado de un proceso socioeconómico de perfeccionamiento del capital social. Existiría una dicotomía: las sociedades antiguas, corrompidas en su formación y funcionamiento, frente a la sociedad productiva, corregida según el modelo del trabajo funcional, orientado a un fin. La ecuación: perfección de la mano de obra más genética daría como resultado, si bien el trabajo utilitario deseado, a su vez la eliminación de todo defecto que impida su desarrollo productivo. La industria de la clonación vendría a ser, por lo tanto, el corolario de un proceso de eliminación de los genes –e individuos– defectuosos, la elevación de la energía productiva del cuerpo, la programación del tiempo de dichos cuerpos, subsumiéndolos en una perfecta maquinaria política; es la utopía de la máquina fascista. La clonación, en definitiva, es el cumplimiento de la utopía deseada.

En este marco, la clonación remite a la idea de la duplicación, de la copia “exacta”. Si bien tiene que ver con la reproducción del capitalismo e incluso la autogeneración de los elementos del sistema, sobre todo se relaciona con la posibilidad de extremar un recurso de constitución de la sociedad que sociólogos clásicos como Gabriel Tarde habían señalado como el constituyente de toda formación social: la imitación. Cuando Tarde se pregunta “¿Qué es la sociedad?” en Creencias, Deseos, Sociedades (2011) y responde que es la imitación, está aludiendo a la idea de que para que no exista disidencia debe haber repetición de patrones –los cuales se aprenden a aprehenderlos– y homogenización: el cuerpo debe ser mímesis de otro y debe ser subsumido en su propia codificación.

Entonces la clonación es un asunto de Estado, es la cuestión organizadora del orden social, es la matriz que permite, como dice el Hacedor Zach en Los improductivos, el disfrute de “la atmósfera de paz y armonía” (p. 27), necesaria para el trabajo eficiente. La sociedad digital, con la equiparación de la diferencia 1-0, como si fuera una sola ecuación, implicaría, de este modo, la consecución de la estabilidad plena.

Pero insisto en la falla de este sistema, de este neocapitalismo. Walter Benjamin en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” (1936) ya nos advertía de esta falla cuando señalaba que la reproducción técnica atrofiaba el aura de toda obra de arte. La pérdida del aura es la merma, es la avería de algo que identifica a la obra única y en su unicidad: su espíritu. Según esta idea, la clonación lo que haría es quitar el espíritu. Benjamin ya lo decía también como algo inherente al capitalismo, es decir, la construcción del trabajador como sujeto artificial que se pretende como parte de su progreso.

La falla se suscita en el argumento de la novela de Londoño Proaño cuando se nos advierte que los clonados darían lugar a una generación de improductivos en la medida que, gracias a la manipulación genética y a la inducción por medio de drogas para incrementar su fortaleza, en lugar de hacerlos fuente de otros clones, reducirían sus potencialidades para rejuvenecer la especie humana (p. 45). La falla es esa: las generaciones de clones, los clones mismos ya inscriben su propia degeneración. Si el clon no tiene aura, piénsese entonces en el dilema: ¡qué humanidad puede generar! En la novela se dice que las posibilidades de existencia de la vida humana se ha reducido al 0,1% (p. 45).

Martín Heidegger en “La pregunta por la técnica” (1954) dice que la técnica moderna lo que hace es hacer aparecer lo oculto. Ese hacer aparecer es emplazar en tiempo presente lo oculto que está en algo. Pero en ese emplazar, cuando se da el desocultamiento, aparece el peligro. La técnica lo que desnuda es el peligro y de ahí la experimentación. Digamos que técnica y tecnología son lo mismo en términos heideggerianos, es decir, tales palabras no designan a nada instrumental, sino a un hacer, a una forma de hacer y a una racionalidad. Si la clonación es una forma sostener lo gobernable, su ejercicio, su manipulación, tal como lo esboza el informe del Doctor Joseph Summers, código 2345-G de la novela Los improductivos, en su experimentación continua, para producir seres iguales, seres colectivos, seres productivos, haría aparecer el peligro: el de la supresión de vida futura en la medida que no hay símil, ni cuerpo perfecto; todos los órganos, incluso el esperma y los óvulos no servirían para generar vida y peor para rejuvenecimiento de nadie (p. 45). La pregunta por la tecnología, en la ciencia ficción, de este modo, sería la pregunta por cómo aquella determina la vida, es decir, cómo la tecnología elimina la vida plena.

Quisiera concluir señalando un tercer modo de lectura de la novela de Londoño Proaño. Éste se relaciona con leerla en sentido inverso. Los capítulos del libro van en sentido descendente, como si fuera un conteo final. La resolución de la novela llevaría a algo parecido a lo que hiciera George Orwell en 1984 (1948), es decir, al escape de un sistema opresor. Pero si leemos en sentido contrario, en sentido ascendente, desde al final hasta el principio, tomando en cuenta el discurso antes aludido, encontraremos que la historia es la de introducción a una sociedad utópica, con los riesgos que ello implica. Dos personajes se encuentran, se enamoran, conocen de la industria de la clonación y luego van a competir dentro de ella: el supuesto final es la de una pareja que termina en guerra porque son competitivos profesionalmente.

Pues bien, bajo esta posible lectura, la novela de Londoño Proaño, si bien es una metatopía, a su vez esboza un mundo utópico del cual todo escape está anulado, está suspendido o, si se quiere, está bloqueado. Pretender ver en esta novela una distopía no es posible.

Jameson nos dice en Semillas del tiempo (2000) que la utopía no implica siempre un “ideal” y que su antinomia, la palabra distopía, si bien inscribe la posibilidad del desastre, tampoco lo es en sí eso. Si nos atenemos en concreto al segundo modo de lectura que hice, al discurso, nos encontramos, en efecto, con un escenario utópico donde, dejando de lado la historia, la narración que podría pensarse como distópica, aparece descrito, como dice Jameson, un mecanismo, un tipo de máquina social y de gobierno, esa máquina de productividad, la de la globalización tecnológica, que parece ser el horizonte, pero un horizonte en el que estaríamos encerrados o atrapados. Esta, creo, es la fortaleza de la novela Los improductivos. Y en este contexto, la novela es más bien una antiutopía que describe el escenario de una utopía sin escape, siendo así una crítica bien lograda de todo este sistema, de todo sistema productivista que roba la posibilidad de futuro al ser humano. De ahí que podamos decir que esta novela es una crítica al modelo corporativista que presentifica toda utopía anulándola. Solo pensemos en las palabras que le hace decir Londoño Proaño a su personaje, el clon Zach: “Esto no es una utopía. ¡Abramos nuestras mentes y dejemos que la Revolución Productiva nos perfeccione!” (p. 27). La crítica del autor es, por lo tanto, a ese modelo que esconde, que oculta su propia verdad: el discurso de la productividad es en el fondo el de la improductividad.

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